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viernes, 12 de mayo de 2017

ROMANCE EN UN CEMENTERIO DE COCHES USADOS DEL SIGLO VEINTIUNO Robert f. Young



El traje-coche estaba sobre un pedestal en el escaparate de Big Jim, y en un letrero debajo de él decía:
¡ESTE PRECIOSO MODELO VA A SALIR VOLANDO POR SOLO 6499,99$! ¡SE ABONARÁ GENEROSAMENTE SU TRAJE-COCHE USADO Y OBTENDRÁ GRATIS SU CASCO!
Arabella no quería dar un frenazo, pero no podía evitarlo. Nunca había visto un traje de piloto tan maravilloso. ¡Y por sólo 6.499,99!
Era lunes por la tarde y la calle, con ambiente primaveral, estaba llena de oficinistas apresurados, regresando a casa, y en el aire de abril resonaban los bocinazos. El establecimiento de Big Jim estaba en la esquina, junto a un cementerio de coches usados con una cerca Cape Cod a su alrededor. La arquitectura del edificio era de estilo colonial americano, pero el efecto quedaba variado por un enorme cartel de neón que proyectaba su luz sobre la fachada. El letrero decía:
BERNIE, EL GRAN JIM
Los bocinazos se multiplicaron, y Arabella comprendió que estaba interrumpiendo el tráfico y adelantando a un hombre mayor que vestía un fucsia Grandrapids se arrimó a un lado, justo frente del escaparate.
Visto de cerca, el traje-coche no era tan espectacular pero seguía siendo irresistible a la vista. Sus flancos de color turquesa y su rejilla brillaban bajo los rayos del sol. Sus estilizados polisones sobresalían como dos estelas de catamarán gemelas. Era una hermosa creación, incluso con los nuevos módulos de fabricación, y era una ganga. Y a pesar de todo, Arabella lo hubiera dejado correr si no hubiese sido por el casco.
Un vendedor -presumiblemente Bernie- que vestía un impecable Lansing bicolor se adelantó acercándosele, cuando ella condujo hacia el interior de la tienda.
-¿En qué puedo servirla, señora? -preguntó con voz amable, pero sus ojos, detrás de sus parabrisas relucientes, miraban el traje-coche que ella vestía con evidente contento.
Arabella se ruborizó. Quizás había esperado demasiado a decidirse a cambiar de traje. Tal vez su madre tenía razón: quizá era demasiado descuidada con sus trajes.
-El traje del escaparate -dijo-. ¿Realmente regalan ustedes un casco con él?
-Claro que sí. ¿Quiere probárselo?
-Sí. Por favor.
El vendedor se volvió y cruzó un par de puertas hacia la trastienda.
-¡Howard! -llamó, y, al cabo de un momento, apareció un joven que vestía un traje azul.
-¿Sí, señor?
-Pase el traje del escaparate al probador y traiga un casco del almacén. -El vendedor se volvió hacia Arabella-. Él le indicará el camino, señora.
El probador estaba justo detrás de las dobles puertas. El joven llevó el traje y después fue en busca del casco. Vaciló después de entregárselo a ella, y sus ojos adquirieron una extraña expresión. Pareció comenzar a decir algo, pero luego cambió de idea y salió de la habitación. Ella cerró la puerta y pasó el cerrojo y se cambió apresuradamente. El revestimiento interior le produjo un agradable frescor al entrar en contacto con su cuerpo. Se puso el casco y se miró en el espejo tridimensional. Suspiró.
El busto era un poco desconcertante al principio (los modelos que ella acostumbraba a llevar no sobresalían tanto), pero la rejilla cromada y los parachoques le daban algo nuevo a su figura. En cuanto al casco... bueno, si no hubiese sido por la evidencia de lo que estaba viendo, no hubiera creído que un simple casco pudiera producir semejante transformación. Ya no era la cansada oficinista que había entrado en la tienda un momento antes; ahora era Cleopatra... Bathsheba... ¡Elena de Troya!
Regresó a la tienda con autosuficiencia. El vendedor la miró sorprendido.
-Realmente, no es usted la misma persona con la que hablé antes, ¿o sí? -preguntó.
-Sí, soy la misma -dijo Arabella.
-Sabe usted, desde que pusimos este traje en el escaparate -dijo el vendedor-, siempre tuve la esperanza de que llegaría alguien que tuviera la línea adecuada para vestirlo, para lucir su belleza, adecuada a su personalidad. -Alzó sus ojos reverentemente-. Gracias, Big Jim -dijo-, por enviarnos a una persona así, fuera de serie. -Bajó sus ojos hacia Arabella, y añadió-: ¿Le gustaría dar una vuelta?
-¡Oh, sí!
-Muy bien. Pero sólo una vuelta a la manzana. Mientras tanto prepararé los papeles. No es que esté usted obligada de ningún modo a quedárselo; pero sólo que, si se decide, todo estará a punto.
-¿Cuánto puede abonarme por el viejo traje?
-Veamos, tiene dos años, ¿no? Humm -el vendedor meditó un instante, luego-: Mire, le voy a decir lo que voy a hacer. Usted no parece el tipo de persona que destroza los trajes, por tanto le haré un abono generoso: mil dos dólares. ¿Qué le parece?
-No... no muy bien. (Quizá si no hubiera pasado un año sin comer al mediodía...)
-No olvide que se lleva el casco gratis.
-Ya sé, pero...
-Primero pruébelo, luego hablaremos -dijo el vendedor. Sacó una placa de la casa de un despacho contiguo y se la colocó a ella en la parte trasera.
-Ahora ya está todo completo -dijo mientras abría la puerta-. Voy a arreglar los papeles.
Ella estaba tan nerviosa y tan emocionada cuando salió a la calle que casi colisiona con un joven que vestía un convertible blanco, pero pronto recuperó el aplomo y demostró que era una conductora competente, contrariamente a lo que pudiera haber parecido al principio, y adelantó al joven. Lo vio sonreír cuando pasó junto a él, y una cancioncilla surgió de su corazón y poco a poco se fue extendiendo por todo su cuerpo. De algún modo, aquella mañana concreta había intuido que algo maravilloso le iba a suceder. Un día perfectamente ordinario en la oficina había hecho que se desvanecieran un tanto sus esperanzas, pero ahora volvían a renacer con más fuerza.
Tuvo que detenerse en un semáforo, y el joven paró junto a ella.
-Hola -dijo él-. Lleva usted un vestido precioso.
-Gracias.
-¿No le gustaría que saliéramos juntos a dar un paseo? ¿Que fuéramos al cine esta noche?
-¡Cómo! ¡Si no le conozco! -dijo Arabella.
-Me llamo Harry Fourwheels. Ahora ya me conoce. Pero yo no la conozco a usted.
-Arabella, Arabella Grille... Pero, no le conozco lo suficiente.
-Esto tiene remedio. ¿Vendrá?
-Yo...
-¿Dónde vive?
-En el seiscientos once de Macadam Place -dijo sin darse cuenta.
-Pasaré a recogerla a las ocho.
-Yo...
En aquel preciso instante, cambió la luz del semáforo, y antes de que pudiera hacer alguna objeción, el joven ya se había ido. A las ocho. A las ocho en punto, pensó ella, soñadora.
Después de aquello, no le quedaba más remedio que quedarse el traje. Habiéndola visto con aquel espléndido traje, qué pensaría él si después se la encontraba con el viejo traje. Volvió a la tienda, firmó los papeles y se fue a casa.
Su padre la miró perplejo a través del parabrisas de su Cortez de tres toneladas, cuando ella entró en el garaje y aparcó junto a la mesa de super.
-Vaya -dijo-, ¡ya era hora de que te decidieras a comprarte un traje nuevo!
-¡Creo que sí! -dijo su madre, que prácticamente nunca llevaba el mismo traje-. Empezaba a pensar que jamás te ibas a dar cuenta de que vives en el siglo veintiuno y que tienes que ser vista.
-Sólo tengo veintisiete años -dijo Arabella-. Hay montones de chicas que están solteras a esa edad.
-No si visten como es debido -dijo su madre.
-Ninguno de vosotros ha dicho todavía si le gusta o no -dijo Arabella.
-A mí me gusta mucho -dijo el padre.
-Alguien se fijará en ti -dijo la madre.
-Ya se ha fijado alguien.
-¡Bien! -dijo la madre.
-¡Al fin! -dijo el padre.
-Vendrá a buscarme a las ocho.
-Por Dios, no le digas que leías libros -dijo su madre.
-No lo haré. De hecho, no leeré nunca más.
-Y no menciones todas esas nociones radicales que tenías acerca de la gente que vestía coches porque estaban avergonzados de los cuerpos que les había dado Dios -dijo el padre.
-Padre, ya sabes que hace años que no digo cosas semejantes. Al menos desde, desde...
Desde la fiesta de Navidad que se hizo en la oficina, en que cambió de parecer, cuando el señor Upswept le dijo:
-Embrutézcase con sus libros de historia. ¡Usted no pertenece a este siglo!
-Desde hace mucho tiempo -concluyó sin convicción.
Harry Fourwheels se presentó a las ocho y ella se apresuró a salir a su encuentro. Partieron uno junto al otro, giraron por el Bulevar Blackpot y dejaron la ciudad atrás. Hacía una hermosa noche, con la justa dosis de invierno entremezclándose con la primavera, de modo que la luna tenía un vivo color plateado y las estrellas brillaban.
El auto-cine estaba casi totalmente lleno, pero encontraron dos plazas en la parte de atrás, no lejos del borde de un bosquecillo. Aparcaron muy juntos, tan juntos que sus parachoques casi se rozaban, y, de pronto, ella sintió que la mano de Harry le tocaba el chasis y trataba de acariciarle el talle justo por encima del busto. Iba a decir algo, pero recordó las palabras del Sr. Upswept, apretó los labios y concentró su atención en la película.
La película trataba de un fabricante de fideos retirado que vivía en un garaje de huéspedes. Tenía dos hijas ingratas, y él se esforzaba para que ellas tuvieran lo mejor, y hacía todo lo que podía para que pudieran seguir llevando una vida de lujo. Para ello, él tenía que sacrificarse y privarse de hasta las cosas más indispensables, y consecuentemente vivía en la sección más pobre del garaje y usaba trajes-coche usados tan decrépitos que no servían ni para chatarra. Sus dos hijas, por otro lado, vivían en los más lujosos garajes y vestían los trajes-coches más caros del mercado. Un joven estudiante de ingeniería llamado Rastignac también vivía en el mismo garaje, y concentraba todos sus esfuerzos en ascender hasta la cumbre de la sociedad moderna y en ir adquiriendo, a lo largo del proceso, una importante fortuna. Para empezar, había sonsacado a su hermana bastante dinero para proporcionarse un Washington convertible, y había obtenido, a través de un primo rico, una invitación para asistir a la puesta de largo de un comerciante. Allí conoció a una de las hijas del fabricante de fideos, y... A pesar de todos sus esfuerzos, la atención de Arabella flaqueaba. La mano de Harry Fourwheels había abandonado su talle y se había decidido por sus faros, y comenzó un turno de inspección. Ella intentaba permanecer relajada, pero, por el contrario, sentía su cuerpo contraído, y oyó cómo su propia voz tensa susurraba:
-¡No, por favor!
Harry apartó la mano y dijo:
-¿Después de la película?
Era una escapatoria y ella se agarró a ella.
-Sí, después de la película.
-Conozco un lugar en las colinas. ¿De acuerdo?
-De acuerdo -oyó que decía su propia voz temblorosa.
Ella volvió a ponerse sus faros en la posición correcta. Trató de mirar el resto de la película, pero todo fue inútil. Su mente estaba concentrada en lo que iba a suceder en las colinas y, al mismo tiempo, ella intentaba encontrar alguna excusa, cualquier excusa que la librara de su palabra dada. Pero no pudo hallar siquiera una, y, cuando hubo terminado la proyección, siguió a Harry por la salida y condujo junto a él a lo largo del Bulevar Blacktop. Luego, él torció por un sucio callejón y ella fue detrás con resignación. Unas cuantas millas más allá, en las colinas, la carretera rodeaba la reserva local de nudistas. A través de las altas alambradas eléctricas se podían ver las luces de algunas fincas ocasionales, brillando por entre los árboles. No se veían nudistas por los alrededores, pero Arabella se estremeció como si los hubiese. En otro tiempo había sentido una tierna simpatía hacia ellos, pero, desde el incidente con el Sr. Upswept, había sido incapaz de pensar en ellos sin un sentimiento de revulsión. En su opinión, Big Jim les deparaba un destino mucho mejor del que se merecían; pero, entonces, ella supuso que era posible que, algún día, algunos de ellos se iban a arrepentir y pedirían perdón por sus pecados. Aunque resultaba extraño que ninguno de ellos lo hubiera hecho jamás.
Harry Fourwheels, no hizo comentarios, pero ella pudo percibir su disgusto, y, aunque sabía que el disgusto de él tenía un origen distinto del suyo, experimentó cierto breve sentimiento de camaradería hacia él. Tal vez no era tan predador como a ella le había parecido por sus primeras actitudes. Quizás, en el fondo, estaba tan atormentado como ella por los códigos de conducta que regulaban sus vidas, normas que significaban una cosa en unas determinadas circunstancias, y otra completamente opuesta en otras. Tal vez...
Una milla más lejos de la reserva, Harry torció hacia un pequeño camino que pasaba a través de robles y arces y conducía a una especie de aparcamiento. Tímidamente, ella le acompañó, y, entonces, él aparcó debajo de un roble, y ella quedó a su lado. Lo lamentó instantáneamente cuando sintió la mano de él tocando su chasis y dirigiéndose lentamente hacia sus faros de nuevo. En esta ocasión, su voz era de angustia:
-¡No!
-¿Qué quieres decir? -espetó Harry, y ella sintió la fuerte presión del chasis de él contra el suyo propio y sus dedos manoseando sus faros. De alguna manera, ella logró desasirse y salir corriendo por el camino que conducía fuera de aquel claro, pero, un momento más tarde el la había atrapado y la empujaba ya hacia la cuneta.
-¡Por favor! -gritó ella, pero él no prestó ninguna atención y se arrimó más. Sintió el parachoques de él tocando el suyo, e instintivamente retrocedió. Su rueda delantera derecha perdió pie y todo su chasis se desequilibró y quedó boca arriba. Su casco cayó al suelo, rebotó contra una roca y fue a parar a la espesura. Su parachoques derecho dio contra un árbol. Las ruedas de Harry giraron furiosamente y, al cabo de un momento, quedaron a oscuras las luces rojas de posición de Arabella.
Se oía el murmullo de las copas de los árboles y el crujir de las ramas, y, a lo lejos, el sonar del tranco por el Bulevar Blacktop. También había otro ruido: el sonido de sus sollozos que escapaban de su garganta. Gradualmente, los gemidos se fueron haciendo menos violentos, a medida que el dolor disminuía y el sufrimiento menguaba. Aunque nunca se apagaría por completo. Arabella lo sabía. Aquella herida era infinitamente más profunda que la que le había producido el Sr. Upswept. Se cubrió con el casco y subió a la carretera. El casco estaba abollado, y su traje turquesa tenía un visible rasguño. Una lágrima recorrió su mejilla mientras se arreglaba el traje y trataba de recomponer su presencia.
Pero aquello sólo representaba la mitad de su problema. Tenía que tener en cuenta que el parachoques de la derecha estaba destrozado. ¿Qué podía hacer? No se atrevía a ir a la oficina, por la mañana, en semejante estado. Si lo hacía, alguien la llevaría en presencia de Big Jim y ella era consciente de cuánto lo había desafiado durante todos aquellos años llevando sólo un traje-coche, cuando él había dejado perfectamente claro que esperaba que todo el mundo gastara, como mínimo, dos. ¿Y si la licenciaba y la relegaba a la reserva de nudistas? No creía que él tomara una decisión semejante, pero aquélla era una posibilidad que era preciso tener en cuenta. La mera consideración de tal fatalidad la horripilaba.
Además de Big Jim, también había que tener en cuenta a sus propios padres. ¿Qué les iba a decir? Podía verlos ya a la hora del desayuno. Ya los estaba oyendo.
-¡Ya lo has estropeado! -diría su padre.
-He tenido cientos de trajes-coche en mi vida -diría la madre-, y nunca reventé ninguno, y tú tiras uno y, en un minuto, ¡ya has destrozado el siguiente!
Arabella hizo una mueca de dolor. No podía ir de aquel modo por el mundo. De una manera u otra tenía que reparar su vestido aquella misma noche. ¿Pero, dónde? De pronto, recordó un cartel que había visto la misma tarde en el escaparate, un cartel que casi había olvidado con su preocupación por el traje-coche: SERVICIO DE 24 HORAS.
Volvió a la ciudad tan de prisa como pudo y dio un rodeo al edificio de Big Jim. Sus ventanas eran cuadros oscuros, y la puerta principal estaba cerrada. Su desconcierto se convirtió en un vacío en su estómago. ¿Había leído mal el cartel? Podría jurar que decía SERVICIO DE 24 HORAS.
Se dirigió hacia el escaparate y volvió a leer. Estaba en lo cierto: ponía SERVICIO DE 24 HORAS; pero también ponía, en tipos más pequeños. Después de las 6 p.m. llamen al cementerio de coches de la puerta contigua.
El mismo joven que había sacado el traje del escaparate le salió al paso cuando ella entró. Ella recordó que se llamaba Howard. Seguía vistiendo el mismo traje azul, y en sus ojos reapareció aquella extraña mirada que ella había visto por la tarde. Había sospechado que era una mirada de piedad; ahora sabía que lo era.
-Mi traje -balbució ella, cuando estuvo junto a él-. ¡Está completamente destrozado! ¿Me lo podría arreglar? ¡Por favor!
Él asintió.
-Claro que podré -dijo señalando hacia un pequeño garaje que se encontraba en la parte trasera del taller-. Puede quitárselo allí.
Corrió apresurada a través del hangar. Por todas partes yacían trajes-coches usados en la oscuridad. Se tropezó con su viejo modelo, y, al verlo, apenas pudo contener el llanto. ¡Si se hubiese limitado a conservarlo puesto! ¡Si no hubiese sido tan tonta de dejarse seducir por la idea de tener un casco!
El pequeño garaje estaba frío y húmedo. Se sacó el traje y el casco y los pasó, a través de la puerta, a Howard, tratando cuidadosamente de no ser vista. Pero no debía de haberse preocupado, porque él miraba en otra dirección cuando ella le entregó el vestido. Probablemente se las arreglaría con mujeres modestas.
Entonces notó mucho más el frío, y se acurrucó en un rincón tratando de encontrar un poco de calor. Luego oyó a alguien martilleando fuera y se asomó a una ventanilla y echó una mirada al hangar. Howard estaba trabajando en el arreglo del parachoques frontal derecho. Por el modo en que lo hacía, Arabella podía adivinar que había reparado cientos de ellos. Exceptuando el ruido del martillo, la noche estaba completamente silenciosa. La calle, detrás de la cerca de Cape Cod, estaba vacía y oscura, salvo por la luz de un par de ventanas de edificios de oficinas. Por encima de los remates de los edificios podía verse el enorme cartel anunciador de Big Jim en la plaza principal de la ciudad. Era un cartel alternante: LO QUE ES SUFICIENTEMENTE BUENO PARA BIG JIM ES BUENO PARA TODO EL MUNDO, decía en el primer circuito. Y, en el segundo, preguntaba: ¿SI NO FUESE POR BIG JIM, DÓNDE ESTARÍA TODO EL. MUNDO?
Martilleo, martilleo, martilleo... De pronto, ella pensó en un musical de TV -uno de una serie que se titulaba La ópera puede resultar divertida cuando se saca del tiempo- que había oído en una ocasión, llamado Las Rutas de Sigfrido, y recordó el primer acto, en que Sigfrido había estado importunando a un experto mecánico -su supuesto padre- llamado Mime para que le construyese un vehículo superior al Fafner que tenía el ladrón, para poder derrotar a éste en la carrera que iba a tener lugar en Valhalla. El tema del martilleo sonaba insistentemente al bongo mientras el mecánico Mime trabajaba desesperadamente en la construcción del nuevo vehículo, y Sigfrido seguía intentando averiguar quién era realmente su padre... Martilleo, martilleo, martilleo...
Howard había terminado de enderezar su parachoques y ahora estaba reparando el casco. Alguien que vestía un Providence amarillo pasó por la calle produciendo un silbido con sus neumáticos, y la calidad del sonido la hizo pensar en la hora. Miró su reloj: eran las 11:25. Sus padres quedarían encantados cuando, a la hora del desayuno, le preguntaran a qué hora había llegado y ella respondiera:
-Oh, alrededor de medianoche.
Siempre se quejaban porque llegaba tan temprano.
Volvió a pensar en Howard. Él ya había terminado de golpear la abolladura del casco y estaba tratando de arreglar la rasgadura del traje. Después retocó los rasguños del parachoques y luego se acercó al pequeño garaje con casco y traje reparados y los pasó por la puerta. Ella se vistió rápidamente y salió de la habitación.
Los ojos de Howard miraban a Arabella a través del parabrisas. De sus iris azules manaba una luz amable.
-¡Qué bien estaría con ruedas! -dijo él.
-¿Qué ha dicho usted?
-Nada importante. Estaba pensando en un cuento que leí antes.
-Oh. -Arabella estaba sorprendida. Normalmente, los mecánicos no solían leer... ni los mecánicos ni nadie. Tuvo la tentación de decirle que ella también había sido aficionada a leer. Pero se abstuvo de hacerlo.
-¿Cuánto le debo? -preguntó.
-El vendedor le enviará una factura. Yo sólo trabajo para él.
-¿Toda la noche?
-Hasta las doce. Acababa de llegar, cuando usted me vio esta tarde.
-Le agradezco que... que haya arreglado mi traje. Yo... no sé que habré hecho...-dejó la frase inacabada.
La mirada apacible del joven desapareció. En su lugar apareció un destello de ira.
-¿Quién fue? ¿Harry Fourwheels?
Ella hizo un esfuerzo por vencer su humillación y dijo:
-Sí. Le... ¿le conoce?
-Un poco -dijo Howard, y ella tuvo la impresión de que «un poco» quería decir bastante. El rostro del joven, bajo el resplandor del cartel de Big Jim, pareció repentinamente envejecido, y en los ángulos de sus ojos aparecieron unas diminutas arrugas que ella no había podido apreciar hasta entonces.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó él abruptamente. Ella se lo dijo.
Y él repitió:
-Arabella... Arabella Grille. -Y luego añadió-: Yo soy Howard Highways.
Se saludaron. Arabella miró su reloj.
-Ahora tengo que irme -dijo-. Muchas gracias, Howard.
-De nada -respondió Howard-. Buenas noches.
-Buenas noches.
Ella se dirigió a su casa a través de las oscuras calles de una noche de abril. La primavera surgía tras ella y le susurraba al oído: Qué hermosura con ruedas. ¡Qué hermosura con ruedas...!
-Bien -dijo su padre, frente a sus huevos fritos, a la mañana siguiente-, ¿qué tal fue la doble sesión?
-¿Doble sesión? -dijo Arabella untando con mantequilla una tostada.
-¡Ah! -dijo su padre-. ¿Entonces no fue una doble sesión?
-En cierto sentido quizá lo fue -dijo la madre-: Dos aparcamientos... uno con película y otro sin.
Arabella reprimió un sollozo. La mente de su madre funcionaba con el estilo directo de la televisión comercial. En cierto modo reflejaba la potencia de los vagones que vestía. Aquella mañana llevaba uno de color rojo, con una rejilla combada y unas aletas retorcidas hacia atrás. Nuevamente, Arabella tuvo que reprimir un sollozo.
-Yo... me lo pasé muy bien -dijo-, y no hice nada malo.
-¿Eso es una novedad? -dijo el padre.
-Nuestra pequeña hijita casta de veintisiete años, casi veintiocho -dijo su madre-. ¡Pura como la nieve! Supongo que estarás arrepentida por haber tardado tanto en salir de noche por culpa de esa maldita afición a quedarte leyendo libros hasta el amanecer.
-Ya os lo dije -replicó Arabella-, ya no leo libros.
-Seguramente seguirás leyéndolos -dijo el padre.
-Ya te veo diciéndole que no le querías ver más, sólo porque intentó besarte -dijo ásperamente la madre-. Igual que hiciste con los anteriores.
-¡No lo hice! -Arabella estaba temblando-. Además, ¡voy a volver a salir con él esta noche!
-¡Bien! -dijo el padre.
-¡Tres hurras! -dijo su madre-. Tal vez ahora comenzarás a estar bien con Big Jim, y te casarás y aumentará tu cuota de consumidor, y compartirás la carga de la economía con el resto de tu generación.
-¡Quizá!
Se apartó de la mesa. Nunca había yacido antes y estaba enfadada consigo misma. Sólo cuando se dirigía al trabajo, fue capaz de recordar que, una vez ya todo se había consumado, o se admitía o se olvidaba. Y puesto que admitir aquel acto concreto parecía impensable, no le quedaba más remedio que olvidarlo... o, al menos aparentar que lo había olvidado. Aquella noche, tenía que ir a algún sitio y permanecer en él como mínimo, hasta medianoche, o sus padres sospecharían la verdad.
El único lugar que se le ocurría era un auto-cine.
Escogió uno diferente de aquel al que la había llevado Harry Fourwheels. El sol se había puesto cuando ella llegó al lugar y la principal película estaba comenzando. Era un largometraje que contaba la historia de una linda muchacha llamada Carbonella, que vivía con su madrastra y sus dos horribles hermanastras. Pasaba la mayor parte del tiempo en un rincón del garaje lavando los trajes-coche de su madrastra y de sus hermanastras. Tenían vestidos de todas las clases -Washingtons, Lansings y Flints- mientras que Carbonella no tenía nada más que ponerse que viejos restos de chatarra. Finalmente, un día, el hijo del vendedor de Big Jim anunció que iba a dar una gran fiesta en el suntuoso garaje de su padre. Inmediatamente, las dos hermanastras y la madrastra sacaron sus mejores atuendos y se los dieron a Carbonella para que los limpiara y los dejara a punto. Ella los limpió y los revisó, y lloró y lloró porque no tenía un vestido decente para ir a la fiesta, y, finalmente, llegó la noche del gran evento y sus dos hermanastras y su madrastra quedaron enfundadas dentro de sus flamantes y cromados vestidos-coche y se dirigieron alegremente al garaje del comerciante. Carbonella quedó arrodillada en el rincón lavacoches y rompió a llorar. Entonces, justo comenzaba a considerar que Big Jim la había abandonado, apareció el Hada Madrina de todos los Coches, resplandeciente, con un brillante Lansing. En un santiamén, agitó su mano, y, de pronto, Carbonella estaba radiante como el nuevo día vistiendo un Grandrapids granate, con los tapacubos tan brillantes que casi deslumbraban. Y Carbonella pudo ir a la fiesta, después de todo, y rodó todos los bailes con el hijo del comerciante, mientras sus feas hermanastras y su madrastra languidecían paseándose solitarias de acá para allá. Estaba Carbonella tan emocionada y era tan feliz, que olvidó que el Hada Madrina de todos los Coches le había dicho que el encantamiento sólo duraría hasta medianoche, y que, antes que el reloj del anunciador del comerciante Big Jim hubiera comenzado a señalar la hora mágica, ella volvería a ser la muchacha lavacoches y, de no encontrarse nuevamente en su puesto, quedaría en su estado habitual en medio de la sala de festejos.
Entonces salió zumbando por la puerta y descendió la rampa, pero su propia prisa por ponerse a salvo antes de que cesara el encantamiento hizo que perdiera una rueda. El hijo del comerciante la encontró. Y al día siguiente hizo la ronda por todos los garajes preguntando a todas las mujeres que habían asistido a la fiesta, tratando de averiguar a quién pertenecía aquella rueda. No obstante, era tan pequeña que no podía ser encajada en ninguno de los ejes de cualquiera de las mujeres a las que les fue probada, por más grasa que se les untara. Después de probar con las dos feas hermanastras, ya se disponía a partir cuando, de pronto, vio a Carbonella sentada en el rincón de lavacoches, sacándole brillo a un traje-coche. Pues bien, no tenía más remedio que decirle a Carbonella que saliera de aquel rincón para probarle la rueda, y ante la mirada de horror de las hermanastras y de la madrastra, la rueda encajó suavemente sin necesidad de una sola pizca de grasa. Y Carbonella se fue con el hijo del comerciante y fueron felices y comieron perdices.
Arabella echó un vistazo a su reloj: eran las 10:30. Demasiado temprano para volver a casa, a no ser que quisiera ser sometida de nuevo a un cínico examen exhaustivo por parte de sus padres. Con desgana volvió a acomodarse para ver otra vez la proyección de Carbonella. Entonces se arrepintió de no haber mirado que película se proyectaba antes de entrar en el auto-cine. Carbonella estaba clasificada como solaz para adultos, pero, de todos modos, allí había más chiquillos que otra cosa, y ella no podía evitar sentirse autosuficiente; aparcada allí en su gran traje-coche, entre tantos coches-traje de niño.
Permaneció allí hasta las once, después se marchó. Tenía la intención de pasear hasta medianoche, y probablemente lo hubiera hecho si no hubiese decidido circular, por la ciudad y, en consecuencia, no se hubiese encontrado en la calle en que estaba el cementerio de coches usados. La visión de la cerca Cape Cod le evocaba asociaciones placenteras, e, instintivamente, disminuyó la velocidad al pasar cerca de ella. Cuando llegó a la entrada, estaba virtualmente yendo a paso de tortuga, y cuando vio la figura alargada del vigilante aparcó frente a él; era natural que se detuviera.
-Hola -dijo ella-. ¿Qué está haciendo?
Él salió hasta el bordillo, y, cuando ella pudo ver que sonreía, Se sintió contenta por haberse detenido allí.
-Estoy bebiendo un vaso de abril -dijo.
-¿Qué tal sabe?
-Es delicioso. Siempre he sido partidario del abril. Mayo no está mal, pero es más tibio. Lo mismo que junio, julio y agosto, sólo sacian mi sed por el vino dorado de la caída.
-¿Usted siempre habla con metáforas?
-Sólo a gente muy especial -dijo. Entonces, permaneció en silencio por un momento, y luego añadió-: ¿Por qué no entra y aparca conmigo hasta las doce? Después iremos a tomar una hamburguesa y una cerveza.
-De acuerdo.
Los trajes-coche usados llenaban literalmente el recinto, pero su vieja indumentaria había desaparecido. Aquello la alegró, porque su simple visión la hubiese deprimido, y deseaba que la efervescencia que estaba naciendo en su pecho permaneciera intacta. Y así fue.
La noche era bastante calurosa para abril, e incluso era posible ver alguna estrella o dos entre los destellos de luz del cartel de Big Jim. Howard habló de sí mismo durante un rato, explicando cómo iba a la escuela por las mañanas y trabajaba por las noches, pero, cuando ella le preguntó a qué escuela iba, respondió que ya había hablado bastante de sí mismo y que le tocaba el turno a ella. Y ella le habló de su trabajo, y de las películas, y de los programas de TV que solía ver, y, finalmente, habló de los libros que había leído.
Entonces se pusieron a hablar los dos, primero uno y después el otro, y el tiempo pasó como un petirrojo volando hacia el sur, y, casi antes de que ella se diera cuenta de qué había sucedido, ya había llegado el relevo de vigilancia, y ella y Howard se dirigían al Gravel Grille.
-Quizá -dijo él después, cuando tras llegar a Macadam Place se detuvieron frente al garaje de Arabella-, quizá podría usted pasar a verme mañana por la noche y podríamos beber otro vaso de abril. Eso, claro, si no tiene usted otros planes.
-No -dijo ella-, no tengo otros planes.
-Entonces la esperaré -dijo él, y se alejó.
Ella se quedó mirando cómo disminuían sus luces de posición hasta desaparecer. De alguna parte llegó a los oídos de la joven un canturreo, y ella miró alrededor, por entre las sombras de la calle, pero no logró descubrir de dónde provenía aquel sonido. La calle estaba totalmente vacía y al fin comprendió que aquel canturreo surgía de su corazón.
Al día siguiente, creyó que la jornada no iba a terminar nunca; llovía y el cielo no tenía un aspecto nada animador. Se preguntó qué tal sabría el abril con lluvia, y luego descubrió -tras otra estancia en el auto-cine- que la lluvia poco influía en su sabor si estaban presentes los demás ingredientes. Los otros ingredientes estaban presentes, y Arabella pasó otra noche deliciosa hablando con Howard en el cementerio de coches usados; mirando las estrellas por entre los destellos de luz del cartel de Big Jim, y, después, ambos volvieron a dirigirse al Grave Grille para tomar hamburguesas y cerveza. Finalmente se despidieron frente al garaje de la muchacha.
Los otros ingredientes volvieron a estar presentes a la noche siguiente, y a la siguiente, y a la otra. El domingo, ella preparó una comida y ambos fueron a las colinas a pasar el día. Howard escogió la más alta de las colinas, y subieron por una carretera serpenteante. Luego aparcaron en la cresta, bajo un álamo agitado por el viento y comieron la ensalada de patatas que ella había preparado, y los bocadillos, y bebieron el café. Después fumaron cigarrillos y charlaron perezosamente.
La cima de la colina proporcionaba una vista espléndida de un lago, rodeado de árboles, cuyas aguas estaban ligeramente agitadas. Al otro lado del lago, brillaba al sol la cerca de la reserva de nudistas, y, más allá de la cerca, podían verse las figuras de los nudistas yendo por las calles de uno de los pueblos de la reserva. Debido a la distancia, apenas eran como indistinguibles puntitos, y Arabella sólo se había percatado vagamente de su presencia. Gradualmente fueron penetrando en su conciencia hasta llegar a borrar todo lo demás.
-¡Debe ser horrible! -dijo de pronto.
-¿Qué es lo que debe ser horrible? -preguntó Howard.
-Vivir desnudo en bosques, de ese modo. Como... ¡como salvajes!
Howard la miró con sus ojos tan azules -y tan profundos- como el lago.
-Difícilmente puede usted llamarles salvajes -dijo él con firmeza-. Tienen máquinas como nosotros. Cuentan con escuelas y bibliotecas. Tienen comercios y profesiones. Cierto que sólo pueden practicarlas dentro de los confines de la reserva, pero eso no significa mayor limitación que practicarlas en una pequeña villa o, incluso, en una ciudad. Y, además, eran civilizados.
-Pero están desnudos.
-¿Es tan horrible estar desnudo?
Él había abierto su parabrisas y se había acercado mucho a ella. Luego abrió también el parabrisa de Arabella, y ella sintió el viento frío contra su rostro. Vio el beso en sus ojos, pero no lo esquivó, y luego lo sintió en sus labios. Estaba contenta de no haber esquivado el beso, porque no había en él nada del Sr. Upswept, o de Harry Fourwheels; nada de las insinuaciones de su padre ni de las observaciones de su madre. Al cabo de un momento sintió abrirse una puerta de su coche-traje, y después otra, y finalmente se sintió toda ella inmersa en el sol y el viento de abril, y el viento y el sol eran frío y cálido, frío y cálido y limpios, y la vergüenza se negó a brotar en ella, incluso cuando sintió que el pecho desprovisto de traje-coche de Howard se apretaba contra el suyo. Fue un largo y dulce momento y ella hubiera deseado que no terminara nunca. Pero terminó, como sucede a todos los momentos.
-¿Qué fue eso? -dijo Howard levantando la cabeza. Ella también había oído el sonido -el chirrido de unas ruedas- y su mirada siguió la de él hacia abajo de la colina y vieron la brillante carrocería de un convertible blanco justo antes de que desapareciese tras un recodo de la carretera.
-¿Cree que nos ha visto? -preguntó ella. Howard dudó visiblemente antes de responder.
-No, no creo. Probablemente es alguien que ha salido a pasar el domingo fuera. Si hubieran subido la colina habríamos oído el motor.
-No... no si llevara silenciador -dijo Arabella. Volvió a vestirse con el traje-coche-. Creo... creo que será mejor que nos vayamos.
-De acuerdo. -Él comenzó a vestirse, y de pronto se detuvo-. ¿Querrá volver aquí conmigo el domingo próximo? -preguntó.
-Sí -dijo ella-. Vendré con usted.
Fue todavía más hermoso que el primer domingo... más cálido, más luminoso, con un cielo más azul. De nuevo Howard le quitó el traje y la abrazó y la besó, y de nuevo ella no sintió vergüenza.
-Vamos -dijo él-, quiero enseñarle algo. Comenzó a bajar hacia el lago.
-Pero está andando -protestó ella.
-Nadie nos puede ver, y ¿cuál es la diferencia? Vamos.
Ella permaneció indecisa al viento. Un arroyuelo que podía verse allá a lo lejos decidió por ella.
-De acuerdo -dijo ella.
Al principio, el suelo le producía algunas molestias, pero al cabo de un rato ya se había acostumbrado a él, y pronto estuvo medio correteando junto a Howard. Cuando llegaron al pie de la colina, encontraron una arboleda de manzanos silvestres. El arroyo pasaba por entre los árboles, murmurando por encima de los cantos rodados. Howard se tumbó sobre la hierba boca abajo y mojó sus labios en el agua. Ella le imitó. El agua estaba fría, y el frío le produjo repeluznos.
Allí yacieron, uno junto al otro. Encima de ellos, las hojas y las ramas dibujaban extraños arabescos contra la luz del sol. Su tercer beso fue aún más dulce que los precedentes.
-¿Habías estado aquí antes? -preguntó ella cuando se separaron.
-Muchas veces -dijo él.
-¿Solo?
-Siempre solo.
-¿Pero no temes que Big Jim te descubra?
Él rió.
-¿Big Jim? Big Jim es un ente artificial. Los fabricantes de autos se lo inventaron para atemorizar a las gentes y obligarlas así a consumir sus productos, y el gobierno cooperó porque si no se incrementaba la producción de coches, la economía se derrumbaba. No era muy difícil lograrlo, porque la gente ya usaba coche inconscientemente. El truco era hacer que los usaran conscientemente... hacer que se avergonzaran de aparecer en público sin ellos, de ser posible. Eso tampoco fue difícil... si bien había que reducir el tamaño de los coches y, a ser posible, diseñarlos aproximadamente con figura humana.
-No deberías decir estas cosas. Es... es una blasfemia. ¡Nadie hubiera creído que eras un nudista!
Él la miró tranquilamente.
-¿Tan despreciable es ser un nudista? -preguntó-. ¿Es menos despreciable, por ejemplo, ser un comerciante como Harry Fourwheels que se aprovecha de las clientes indecisas y les estropea los recién estrenados trajes de tal modo que sólo pueden recurrir a la cláusula del servicio de 24 horas de su contrato?... Lo siento, Arabella, pero es mejor que lo sepas.
Ella se había vuelto de espalda y él no podía ver sus lágrimas cayendo por sus mejillas. Entonces ella sintió cómo la mano de Howard le tocaba el brazo y luego la ceñía por la cintura. Ella se dejó estrechar y permitió que él le besara las lágrimas, y la herida que se había abierto de nuevo se cerró, y esta vez para siempre.
La rodeaba con sus brazos.
-¿Querrás volver aquí conmigo?
-Sí -dijo ella-. Si no te importa.
-Al contrario, me gustaría mucho. Nos sacaremos los coches y correremos por los bosques. Dejaremos con un palmo de narices a Big Jim...
De la orilla opuesta surgió una figura uniformada por entre los matorrales. Un rostro angelical les miró por entre los rizos de su cabellera. Una gran mano angulada se extendió y exhibió una grabadora audio-visual portátil.
-Vosotros dos, venid -dijo una gran voz-. Big Jim quiere veros.
El juez de Big Jim miraba a Arabella con un gesto de desaprobación a través del parabrisas de su Cortez negro, cuando fue llevada a su presencia.
-Bueno, eso no estuvo muy bien por tu parte, ¿verdad? -dijo él-. Quitándote tus vestidos y coqueteando con un nudista.
El rostro de Arabella palideció detrás de su parabrisas.
-¡Un nudista! -dijo ella sin poder creerlo-. Howard no es un nudista. ¡No puede serlo!
-Oh, sí, sí que puede serlo. De hecho, es algo peor que un nudista. Es un nudista voluntario. De todos modos, comprendemos -prosiguió el juez-, que tú no tenías manera de saberlo, pero por otro lado nosotros tenemos que sentirnos culpables por haberte dejado relacionarte con él, porque si no hubiese sido por nuestra inexcusable falta de vigilancia, él no hubiera podido llevar la doble vida que llevaba... yendo a dar clases al instituto nudista por las mañanas y colándose como una víbora fuera de la reserva para trabajar por las noches en un cementerio de coches e intentando convertir a gente sana como tú misma a ese modo de pensar. En consecuencia, seremos clementes contigo. En lugar de revocar tu licencia, te vamos a dar una nueva oportunidad. Vuelve a tu casa y pide perdón a tus padres y, en adelante, compórtate correctamente. Incidentalmente, debes saber que tienes que darle las gracias por ello a un joven llamado Harry Fourwheels.
-¿Que tengo que darle las gracias?
-Naturalmente. Si no hubiese sido porque estuvo alerta y por su lealtad a Big Jim, no hubiésemos descubierto tu desviación hasta cuando ya habría sido demasiado tarde.
-Harry Fourwheels -dijo Arabella-. Debe de odiarme mucho...
-¿Odiarte? Pero, muchacha, él...
-Y creo que sé por qué -prosiguió Arabella, sin preocuparse de la interrupción-. Me odia porque me mostró cómo es realmente, y, en el fondo, le pesa ser de ese modo. Por eso me odia también el Sr. Upswept.
-Oye, señorita Grille, si vas a seguir hablando así, tendré que reconsiderar mi decisión. Después de todo...
-Y mi padre y mi madre -continuó diciendo Arabella-. Me odian porque ellos también me han descubierto su verdadera forma de ser, y en el fondo de sus corazones también les pesa su propio comportamiento. Ni siquiera los coches pueden ocultar esa clase de desnudez. Y Howard. Él me ama. Él no odia lo que es realmente, lo mismo que yo no odio lo que soy. ¿Qué han hecho con él?
-Lo hemos llevado a la reserva, por supuesto. ¿Qué más podíamos hacer con él? Aunque te aseguro que nunca más llevará una doble vida. Y ahora, Arabella, puesto que ha quedado resuelto el caso, no hay ninguna razón para que te quedes ahí más tiempo. Soy un hombre ocupado y...
-¿Cómo puede una persona convertirse en nudista voluntario, señor Juez?
-Mediante un exhibicionismo descarado y pertinaz. Buenos días, señorita Grille.
-Buenos días... y gracias.
Primero fue a su casa y empaquetó sus cosas. Su padre y su madre la estaban esperando en la cocina.
-¡Desvergonzada! -dijo su madre.
-Pensar que una hija mía... -dijo el padre.
Ella cruzó la habitación sin decir ni una palabra y subió la rampa de su dormitorio. No tardó mucho en empaquetarlo todo: excepto sus libros, aunque no tenía muchos. De vuelta a la cocina, se detuvo justo el tiempo necesario para decir adiós. Sus padres quedaron boquiabiertos.
-Espera -dijo el padre.
-¡Espera! -gritó la madre.
Arabella salió a la calle sin volverse y sin siquiera mirar por su espejo retrovisor.
Después de abandonar Macadam Place, se dirigió a la plaza pública. A pesar de lo avanzado de la hora, había muy poca gente. Primero se sacó el casco. Después el traje-coche. Luego permaneció allí, en pie, bajo el centelleo luminoso del cartel de Big Jim, en el centro de una multitud perpleja, esperando que llegaran a arrestarla.
Era de día cuando la escoltaron hasta la reserva. Encima de la entrada había un letrero que decía: PROHIBIDO SALIR. Una línea de pintura negra, todavía fresca, había sido trazada tachando las palabras, y sobre ellas habían sido pintadas otras palabras: PROHIBIDO VESTIR HOJAS DE PARRA MECÁNICAS. El guardián que la escoltaba miró a través de su parabrisas, hacia arriba.
-¡Otra de sus gracias! -gruñó.
Howard la esperaba junto a la verja. Cuando ella vio sus ojos comprendió que estaba bien, y, en un momento, estaba en sus brazos, olvidada su desnudez, llorando sobre su solapa. Él la estrechó con fuerza, apretando su abrigo con sus manos. Ella oyó su voz entre las lágrimas que rodaban por sus mejillas.
-Sabía que nos observaban, y les dejé que nos atraparan juntos esperando que te mandasen aquí. Y cuando comprendí que no lo hacían esperé -rogué- que vinieras voluntariamente. Cariño, ¡me alegra tanto que lo hicieras! Estarás bien aquí. Te gustará. Tengo una casita con un gran jardín detrás. Hay una piscina comunitaria, un club de mujeres, un grupo de teatro aficionado, un...
-¿Hay un ministro? -preguntó ella a través de las lágrimas.
Él la besó.
-También hay un ministro. Si nos apresuramos, podemos verle antes de que comience sus rondas matutinas.
Caminaron juntos por la vereda.

FIN

Traducción: Víctor Compta.

Aparecido en: El bulldozer asesino. Ediciones Caralt, 1978.

Edición digital: Sadrac.

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